Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
Su luna de miel fue un largo
escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido
heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por
la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin
darlo a conocer.
Durante tres meses
—se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda
hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
La casa en que
vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una
otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del
estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido
de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa
hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que
adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente
a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano
por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último
día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y
descanso absolutos.
—No sé —le dijo
a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia
seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a
su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia
comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
—¡Jordán!
¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al
dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia,
soy yo!
Alicia lo miró con
extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato
de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas
la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus
alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos
volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la
pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo
rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se
encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco
hay que hacer...
—¡Sólo eso me
faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue
extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de
sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en
la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso
que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus
terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el
conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En
el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono
que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La
sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó
a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó
rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
—Parecen picaduras
—murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la
luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo
levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos
se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró
con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló
la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó;
pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor
Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las
plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se
le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde
que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca
—su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la
sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven
no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco
noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de
las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.